Relato: “La Mecanografía”

0
1144

Ingresó al local por la puerta lateral, la que permite el acceso por la avenida Medrano. Entró al salón vestido de riguroso sport, con campera de tela color beige claro, pantalón y camisa color marrón oscuro, gorra al tono, zapatillas deportivas, y acompañado por su inseparable bastón de madera fina con apliques discretos de metal plateado.

Llegó minutos antes de la hora de la cita que había sido sugerida por él mismo, cuando convocó a una reunión matinal con sus antiguos compañeros de la escuela secundaria. Traía consigo una alegría esbozada en una tenue sonrisa que, tal vez, expresaba felicidad por el encuentro u otra motivación íntima. Allí, sentados alrededor de una mesa circular del salón principal de la confitería “Las Violetas”, se encontraban aguardando sus compañeros, cargados de mañas y de nostalgias. Con la serenidad que dan los años vividos, antes de ocupar el asiento que le habían reservado para completar el círculo amistoso, apoyó su bastón contra el lujoso revestimiento de madera (boisserie) que viste de importancia a las paredes de la confitería, acomodó la gorra en un rincón apropiado, se quitó la campera que ubicó sobre el respaldo de su silla, y comenzó a compartir efusivos apretones de manos con aquellos a quienes, profundizando sentimientos, conocía por espacio de setenta años desde cuando estudiaban juntos en un colegio comercial en horario nocturno.

Ayer vivían emociones escolares en un mismo recinto, en la misma aula donde se difundían educación, respeto y enseñanza superior, y ahora lo hacían en un salón de dulces confituras donde se ofrecían calidez y buenas exquisiteces. Ayer estudiaban y aprendían, ahora un café con leche con medialunas los invitaba a rememorar tiempos idos.

Sabía, por lo demás, que ese desayuno de amistosa fraternidad respondía a su constante dedicación puesta al servicio de esa reunión que, gracias a su mediación, se repetía dos veces al año, una mañana cada seis meses. Sabía que era el eje de esa convergencia testimonial y mientras se deleitaba con las tres medialunas que comía mojándolas en el café con leche para ayudar a su ingestión, se dedicó a escuchar a los compañeros que cada uno a su turno expondrían sobre la realidad de ese momento u otros temas de actualidad.

Sin embargo, ese día la conversación entre todos los presentes giró radicalmente en torno a algo tan preocupante como lo era la proliferación de palomas que se multiplicaban velozmente día a día, y lo que en principio era un sello distintivo de la propia metrópolis, se había transformado en un factor perturbador de suciedad permanente.

Así, uno expresaba su disgusto por lo que consideraba que esa invasión cada vez mayor constituía un peligro para la salud de la población. Otro dijo que coincidía con lo expresado por su compañero, en razón de que esas aves se alimentaban de lo que conseguían entre los desperdicios de las calles y bien podían ser transmisoras de alguna enfermedad. Un tercero, en voz baja, como un llanto y una queja, decía que la suciedad en calles, paredes, frentes de edificios e incluso en monumentos, y en la vestimenta de los transeúntes desprevenidos, constituía convivir con una roña constante e inevitable. Uno de los más entendidos dijo a su turno que no se debe confundir esas palomas criollas con las otras llamadas mensajeras, pues aquéllas eran desprotegidas y errantes, y estas últimas, consideradas de interés nacional, vivían en palomares especialmente construidos para contenerlas, recibían una alimentación seleccionada y un cuidado especial.

Dominado por el respeto que merecía el tema de las palomas, se dedicó a esperar el desenlace en absoluto silencio, mientras volaban de un lado a otro las opiniones. En efecto, pudo asistir al cierre del amistoso debate con la interrupción festiva de otro compañero que se animó a decir que padecía el síndrome de las palomas, ya que cuando era muy pequeño, de puro travieso espantó las palomas que el abuelo criaba con denuedo y por ello, en su tierra natal, dicha diablura se pagaba con una paliza consistente en bajarle los pantalones cortos y recibir el castigo sobre sus débiles glúteos con algo tan contundente como las manos de rudo labriego que poseía el abuelo.

Sonrisas varias pusieron telón final al vuelo discursivo y “palomero”. El silencio preanunciaba la finalización del encuentro y ese vacío era propicio para echar a volar las confidencias del convocador, quien aprovechando el momento dijo:

“No sé si ustedes lo habrán notado, pero lo cierto es que cuando hice mi ingreso a la confitería, mi rostro reflejaba muecas de una satisfacción que era difícil de ocultar. Resulta que hace justamente un mes, mi antigua máquina de escribir tuvo un percance incomprensible ya que sufrió la rotura de la tecla distinguida por la letra ‘P’. Ante ese tropiezo que imposibilitaba el uso diario de mi vieja y querida Smith Corona, salí volando en busca de quien pudiese reparar semejante accidente y para ello visité mecánicos, expertos y comercios del ramo, y de todos recibí la misma e hiriente respuesta: Olvídese de su maquinita y adquiera en su reemplazo una computadora.

Pero eso no fue todo, pues a los pocos días, al regresar a casa noté con mayor desesperación y el consiguiente desánimo que la vieja máquina no estaba, había desaparecido. Ustedes hablaban hace un rato de las palomas, sus vuelos y sus consecuencias, y yo ahora les estoy contando la historia de otro ‘vuelo’, el que había protagonizado mi máquina de escribir, mi compañera de toda la vida. Esa vetusta y pesada máquina que, con su extraño vuelo, me indujo a visitar comisarías, hospitales, traumatólogos, bomberos y talleres mecánicos en una búsqueda frustrada e inútil. Ante esa realidad me preguntaba una y mil veces: ¿cómo pudo haber volado con una tecla en esas condiciones? O, ¿quién pudo robarla con una tecla rota?

Ya ven, esta mañana, con el espíritu y el ánimo caído para asistir a esta reunión que yo había convocado, viajé como siempre en mi auto que debí estacionar en un garaje ubicado a unos cincuenta metros de aquí. Muy cerca de la cochera que me asignaron para estacionar observé con gran sorpresa que existía un pequeño local en cuya puerta se podía leer la inscripción ‘Clínica de la máquina de escribir’. No dudé un instante y abrí su puertita de entrada, penetré bruscamente al interior del local semi oscuro y la sorpresa se apoderó de mí: descansando en camastros metálicos se encontraban numerosas máquinas de escribir convalecientes, de todas las marcas y modelos, esperando el alta para regresar a sus respectivos escritorios. Pues amigos, allí, entre todas aquéllas, se hallaba mi querida Smith Corona con su tecla enyesada, con su letra ‘P’ a cuestas, en una actitud presumida y pretenciosa. Cuando abandoné esa clínica salí eufórico y de la misma manera lo hice cuando ingresé aquí.

Así como para viajar necesito poseer mi carnet de conductor, y para caminar más seguro debo usar el bastón, la máquina es un soporte intelectual para mi vida de mecanógrafo”.

La hora y media establecida para gobernar el reencuentro se había cumplido y al retirarse, cada uno de los compañeros tuvo la sensación de que el hallazgo de la máquina había sido un acto de justicia para quien era el promotor de esas reuniones y que, a su vez, también tenía su recompensa coincidente, ya que, como era fácil suponer, la máquina también había volado hacia el lugar de la cita.