Texto “La Leyenda”

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La mesa del viejo bar aparece vacía de toda presencia física. Nadie ocupa su espacio útil. Ahí está la mesa sola, un tanto desolada, sin que nadie ocupe su lugar como, según la leyenda, lo hacía antaño un parroquiano diariamente.

Alguien que visitara imprevistamente dicho bar, al enterarse de que existía una leyenda respecto de la mesa abandonada quiso conocerla preguntando para ello al decano de los mozos que, según le informaron, era la persona más indicada para responder a su inquietud.

El mozo, con cierto aire de importancia, con algo de misterioso, le confirmó que esa mesa que nadie se animaba a ocupar estaba envuelta desde hacía muchos años de una leyenda, a la que llamó “la leyenda del Loco Provoleta”. Antes que nada invitó al curioso a que se acercara a un cuadro colgado en una de las paredes, que contenía un trozo de papel, amarillo por el tiempo, escrito de puño y letra por el propio Loco Provoleta.

Ansioso, el visitante se enfrentó al cuadro y leyó en voz alta:

“Día gris de ausencia. La lluvia amenaza como un susurro imperceptible, pero yo la veo, está muy cerquita de mí. El cielo cubierto de nubes desprolijas me está mintiendo, me está proponiendo una encerrona sentimental, me desafía con una motivación rumorosa.

Yo, que tengo permanentemente sed de estrellas y lunas, permanezco inmóvil junto a la mesa del bar a la espera de que esa amenaza no sea más que eso y que en el firmamento brille la esperanza de vivir un poco más, alcanzando un futuro rayano en los cien años de vida, superando así los noventa y ocho que cuento en la actualidad. Caramba, no es mucho lo que pido y así se lo confieso a esta mesa, testigo de mi existencia por más de medio siglo.

Se supone que la lluvia está ahí amparada por un pronóstico que la anuncia al igual que la oscuridad de esta mañana que atraviesa el ventanal del bar. Siempre tiene papel preponderante el ventanal, el mismo ventanal que invita a la transparencia de los actos reflejos, mágicos e imponderables.

Estoy solo, con la soledad de la experiencia que dan las espaldas vencidas, y ante la adversidad atmosférica me entrego a una rara fiesta de visiones. Los gorriones escondidos sobre las cornisas cantan a su manera su presagio de mal tiempo, como cantan mis sentidos al observar el desapacible paisaje. Es una música extraña la que escucho por encima del batifondo que origina el movimiento lógico del bar. Es la música de la ausencia que me sorprende con sus notas, su melodía y su ritmo, plenos de contrastes.

No hay duda de que mi alma está fuertemente estremecida y tal vez sea el tiempo tormentoso el culpable, pero es evidente que lucha entre recorrer lo intensamente vivido o cerrar para siempre el grifo de las cosas que cautivan.

Eso sí, pienso que por gracia divina he andado mucho por los caminos infinitos de la buena fortuna y por ende estoy plenamente agradecido al Ángel de la Guarda que acompañó mi destino feliz de doradas pretensiones y el duelo fugaz de las malas experiencias.

En este momento un relámpago cruza el aire confirmando que el cielo está próximo a llorar y al unísono cruza mi mente el auguro triste de la muerte que trato de salvar buscando en el arcano los archivados pensamientos gratos.

En este carrusel de vida que gira y gira a razón de trescientas sesenta y cinco vueltas por año, la sortija en la mayoría de los casos me fue favorable. Tal vez haya incidido en forma positiva aquella fuerza lejana de una maestra de primer grado inferior que comenzó a edificar una mentalidad sólida partiendo de los palotes, siguiendo con la caligrafía y la lectura permanente, más la disciplina del golpe de su vara sobre el racimo de los cinco dedos de una mano, y una moral que se iba construyendo en base a dedicación, enseñanza y respeto.

De ese primer balbuceo escolar fui remontando conocimientos hasta alcanzar la máxima expresión con el maestro de sexto grado, que ejercía la docencia en un nivel superior, preparándonos para enfrentar el ciclo de esa adolescencia y de esa inmadurez que no se podía evitar.

Así el árbol de mi existencia fue tomando cada vez más impulso, arriesgando compromisos y preocupaciones, y como hijo del Sol y de la Tierra aprendí junto a pintores de brocha gorda que la ley del trabajo no se podía eludir y a través de otros patrones fui ganando vitalidad en mi afortunado devenir.

Educación y trabajo fueron para mí y para siempre los afanes mejor logrados hasta caer como en estos últimos años en el pozo de las cavilaciones.

¡Caramba…! Se ha cumplido el designio y ha comenzado a llover y las gotas de lluvia van salpicando el vidrio del ventanal que ya no es tan cristalino como suele ser.

¡Caramba…! Se empaña mi visión que queda reducida a esa prematura oscuridad provocada por la indiscreta caída de agua tan pura como pura es esta confesión en soledad. Cuento con la compañía inseparable de la mesa que estoica soporta este papel, los rasgos de mi pluma temblorosa y el brazo que la conduce.

Relámpagos y truenos se oyen afuera, y ruidos de copas y porcelanas resuenan en el interior del bar, mientras que yo sufro la cruz de una pena al recordar ausencias queridas, afectos y amigos, ancestros sangre de mi sangre, que se perdieron en el fondo de la paz eterna.

Yo soy de los que vuelven y no se arredran ni con los fascinantes relámpagos, ni con los molestos truenos, ni con el repiqueteo de la lluvia en el asfalto, ni con las ausencias, porque lo digo aquí y ahora que fui muy feliz.

¡Caramba…! Creo que otra vez estoy escuchando al niño que fuimos y …”

Finalizada la lectura, fue el mozo quien se dirigió al visitante para terminar de contarle la leyenda: “Como usted pudo observar, el escrito queda inconcluso porque en ese instante de la escritura, como una premonición, el Loco Provoleta víctima de una “muerte súbita” cayó de bruces golpeando la cabeza sobre la mesa.

Ese individuo que ocupó la mesa por casi medio siglo, conocido por el vulgo como el Loco Provoleta, era en realidad Cayetano Santiso, un hombre que escondía su vergüenza tras una enorme cabellera que no conocía la peluquería y una larga barba, que escondían un par de ojitos muy pícaros y labios que expresaban contundentes razonamientos. De su curiosa presencia quedó en poder del bar ese escrito al que le pusimos marco adecuado por haber sido el testigo de su muerte repentina y porque, creemos, quedó expresado en su contenido un testamento espiritual que dio lugar al nacimiento de esta tradición hecha leyenda.