Texto: “La Separación”

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La joven, un tanto desesperada y agobiada por las circunstancias, compró el periódico del día y buscó en la sección de avisos clasificados los anuncios de departamentos de dos ambientes ofrecidos en alquiler que se ajustaran a sus posibilidades económicas y estuviesen ubicados en una zona céntrica de la ciudad.

Su impaciencia obedecía a la reciente separación matrimonial sufrida después de tres años de casamiento con una persona de mal carácter, lo que la obligó a iniciar los trámites de divorcio y, lo que es más grave aún, a buscar alojamiento ya que no tenía dónde ir a vivir en lo inmediato. Un momento de incertidumbre y de urgencia que la llevó a dichos anuncios y éstos al ofrecimiento en alquiler de una unidad que satisfacía sus pretensiones.

Sin pérdida de tiempo recurrió a la oficina de la inmobiliaria responsable del aviso publicado y luego de una visita formal al departamento se convino en firmar el contrato de alquiler al día siguiente, por cuanto era menester que la futura inquilina se hiciese cargo del mismo con premura.

La propiedad pertenecía a una señora jubilada que dependía de ese alquiler mensual sumado a los haberes jubilatorios que percibía para cubrir sus necesidades mínimas para vivir.

Dos situaciones apremiantes se unían incidentalmente, una porque el ingreso del alquiler solventaba en forma parcial la escasez del bolsillo y la otra porque permitía resolver una carencia habitacional.

También, coincidentemente, las dos personas, aun antes de conocerse, arrastraban el dolor de padecer dos separaciones o rupturas: mientras que la joven sufría la destrucción de su matrimonio en forma drástica, la señora anciana, a los gritos y por vía telefónica, esa misma mañana del aviso rompía una amistad de muchos años en forma tajante y definitiva.

La reunión para el acto formal de la firma del contrato se produjo en las oficinas de una escribanía a la que asistieron, además del escribano correspondiente, el representante de la inmobiliaria, la joven inquilina y la señora dueña del inmueble.

Luego de las presentaciones de rigor, el escribano fue disponiendo los pasos a seguir antes de la confección final de los términos del contrato que, según anticipó, sería por dos años con el pago adelantado de los veinticuatro meses de alquiler a fin de evitar la firma de una garantía, como era de estilo.

Cuando el representante de la inmobiliaria estableció el monto a pagar por el anticipo convenido más los gastos de gestión y las comisiones pertinentes, se escuchó la voz de la afligida joven que, temerosa, aclaró que el dinero que poseía y que había llevado en ese momento no alcanzaba para abonar dicha suma y que tampoco contaba por el momento con una cantidad mayor.

La inesperada confesión, dicha con desánimo y con cierto grado de tristeza pero con una sinceridad notoria, no influyó en el ánimo del gestor de la inmobiliaria, quien sin hesitar manifestó que muy a pesar suyo la operación se había caído.

El revés sufrido por la joven se reflejó de inmediato en su compungido rostro y la condicionó a incurrir en el involuntario ademán de volver a guardar en su bolso el dinero que ya anticipadamente había desparramado sobre el escritorio del escribano.

A punto de producirse el final de la reunión, la joven, mientras iba embolsando su dinero, reaccionó confundida por el mismo contratiempo y por la rigidez del representante de la inmobiliaria dirigiéndose a éste en términos desmedidos, acusándolo de no tener ningún tipo de concesión para su situación, a lo que recibió por respuesta “que él cumplía con su trabajo y con su deber de defender los intereses del locador”. En ese instante, la señora propietaria intercedió diciendo que en definitiva no se había establecido cuánto era el monto que le faltaría a la joven para completar el pago.

Luego de un breve y somero recuento de cuentas y efectivo, se llegó a la conclusión de que el faltante sería del equivalente a dos meses de alquiler sobre un total de veintidós meses que se cubrirían en ese acto. Ante esta perspectiva, la dueña dio su conformidad para que se cerrara el contrato dejando especificado en su texto el compromiso de cancelar el saldo adeudado con una gracia de seis meses a partir de la fecha.

Un cierre feliz y un alivio para ambas señoras que, junto a anhelos cumplidos, pudieron llevar paz interior a sus íntimas preocupaciones, conjugando a la vez una simpatía mutua a tal punto que se citaron para un encuentro durante la tarde en el departamento en cuestión.

La joven se dirigió aliviada a su nuevo espacio recién alquilado y la anciana, congratulada, a su domicilio habitual. No había pasado mucho tiempo de su regreso a casa cuando la dueña tuvo que atender el llamado del portero eléctrico que sonaba con demasiada insistencia. A través del tubo se escuchaba una voz femenina que se confundía con el ruido infernal del tráfico intenso de la calle, por lo que el mensaje no llegaba claro aunque parecía expresar un arrepentimiento y un pedido de disculpas. En esa confusión, la dueña creyó reconocer a la “amiguita” que había excluido de su amistad la jornada anterior y que venía por esas disculpas, y en consecuencia colgó el tubo sin responder por lo menos cinco llamadas que se sucedieron hasta que el silencio volvió a reinar.

Por la tarde, cumpliendo con el encuentro y la amable invitación de su flamante inquilina, la señora propietaria se dirigió al departamento, sintiéndose orgullosa del mismo por el cuidado que siempre le dispensó, como por ejemplo habiéndolo pintado totalmente antes de ofrecerlo en alquiler.

Al llegar al edificio, un movimiento extraño despertó su curiosidad que se agigantó cuando encontró a la joven en el pasillo, al portero yendo y viniendo y al plomero desplazándose por el piso superior.

La joven inquilina se mostraba despreocupada y al recibirla con amabilidad le dijo a la dueña que había sido ella quien le reclamaba su presencia a través del portero eléctrico porque quería disculparse por su actitud frente al gestor de la inmobiliaria, a la vez que agradecerle el gran gesto que había tenido al financiarle el saldo adeudado. Si bien el hecho provocaba risas por lo sucedido, para la señora dueña resultó un fiasco. Acalorada por el bochorno no atinó a preguntar cómo había encontrado la joven el departamento, pero sí aceptó pasar al interior para ratificar su pulcritud. Grande fue su sorpresa cuando, en compañía de la joven que ya tenía conocimiento de la situación, observó que el baño estaba totalmente inundado y una lluvia despiadada surgía del techo a consecuencia de un caño roto en el piso de arriba.

Cuando la decepción ganaba el espíritu de la propietaria, la joven, en son de animarla, le dijo que “esa caída de agua no era nada en comparación con otras cosas que suelen ocurrir sin más ni más”.

Ambas convencidas de tal apotegma, se sentaron juntas en el salón y tanto la joven como la anciana, olvidando sus respectivas separaciones, se quedaron expectantes contemplando caer la copiosa lluvia…