La Repetición

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Hizo su entrada por la puerta grande de la ansiedad y, al margen del paso de los años, su decisión del retorno estaba inscripta en un supuesto previo. De inmediato notó que en ese lugar se respiraban otros aires más audaces, de mayor efectismo y menor conducta. Por segunda vez visitaba VILLA ALGROMA, un rincón en el mundo de lo diferente. Medio siglo de vida lo separaban de aquella primera y tan recordada incursión a esa villa tan extraña, donde reina el dibujo de lo impensado.
Esa determinación de repetir el viaje fue tomada al disponer de mayor tiempo libre y a que su condición de jubilado así se lo permitía. No obstante, otra razón más poderosa le señaló el camino: el deseo de alternar nuevamente con la gente pintoresca que allí habitaba. Cincuenta años atrás, la visita obedecía a motivos comerciales, como introducir en el mercado de ese paraje los productos que elaboraba en su fábrica y que eran de su exclusiva invención, pero grande fue su dolor cuando debió regresar a su terruño con las manos vacías de sueños inmaduros y de ingenuidades perdidas. La fábrica, reconocida en todo el planeta de la fantasía como generadora de buena onda, nunca había padecido un rechazo tan frontal como el sufrido en la villa que descartó de plano los tres mágicos juguetes que en gran escala se producían allí. Sin embargo, en estos días de mayor calma sintió el ansia de volver y estudiar un poco más a fondo los motivos reales que causaron la repulsa general de su oferta. Una oferta que consideraba ventajosa para el ánimo de la gente en la cual, a no ser que la envidia hubiese sido un factor preponderante, no encontró en aquellos días ese porqué de la renuencia a aceptar y poner de moda la mercadería que industrializaba en su fábrica modelo.
En su ciudad de residencia y en donde se fabricaban sus tres joyas, sus queridos trástulos tan demandados y tan recomendados por ser los pasatiempos ideales de los niños, adolescentes y adultos, jamás nadie se atrevió a poner en duda la eficacia anti mufa que los mismos tenían.
El balero sin agujero en la bocha, el yo-yo sin cordel y el trompo sin piolín le hicieron obtener grandes ganancias pecuniarias y resarcimientos morales. De ahí, tal vez con algo de espíritu revanchista, partió esta determinación de viajar casi dos horas en monopatín, su único medio de traslado, para internarse en el mapa geográfico de la villa e invadir una de sus calles de adoquines presumidos y de cordones rústicos formando el coro de bienvenida.
Apenas había dado sus primeros pasos, separado ya de su monopatín, se enfrentó con un anciano cargado de años y de pergaminos arrugados, que lo saludó con modales del arrabal perdido. Al responder a tan gentil saludo creyó individualizar en esa desprolija estampa a quien justamente lo recibiera en su anterior visita, por lo que de inmediato le preguntó: “Dígame, ¿usted es…”, y sin que pudiera terminar la frase una tajante respuesta no se hizo esperar: “Sí señor, yo soy Juan Mondiola de ayer y el abuelo Don Juan de hoy…”. “¡Caramba!”, exclamó entusiasmado el recién llegado, que continuó diciendo: “Pues bien, celebremos esta coincidencia tomando un cafecito en un boliche de los alrededores así conversamos un rato, ¿qué le parece?”.
De común acuerdo, ambos se dirigieron a un bar, que más que bar era una pizzería “delivery” las 24 horas, y tomaron asiento junto a uno de los ventanales donde un solcito reparador se filtraba por los cristales de las confidencias.
Ávido de expectativas, el visitante inició el diálogo preguntando: “¿Qué es de su vida?”. “¡Ya lo ve!”, respondió Juan Mondiola y siguió diciendo: “Ya no soy el mismo que usted conoció hace medio siglo, ahora vivo esclavo de una miserable ‘jubileta’ y atado a una existencia donde se han borrado las milongas, verdadero sustento de mis piernas de bailarín consagrado; la mayoría de los buzones que me daban chapa de guapo y compadrón, y lo más triste, sin el farolito de la cortada maleva que iluminaba mi prosapia. Ni le cuento del ‘minaje’ al estilo de ‘chicas Divito’ que despertaban mi ansiedad amatoria con sus polleras cortonas al viento, mientras que ahora los pantalones esconden el ‘estofado’. ¡Habráse visto! Los pantalones eran un atributo del varón, que debía demostrar que sabía llevarlos, y ahora ese mismo varón concurre al Registro Civil y dice yo soy mujer y así lo registran. Estamos perdidos…”.
Para su inocencia innata y su frágil sensibilidad, el relato no lo satisfizo del todo, pero no dejó de entender que, después del segundo cafecito, podía seguir indagando por el resto de los personajes que había conocido entonces y sobre los cuales le preguntó a Juan Mondiola si tenía noción de por dónde andaban.
Juan Mondiola contestó: “La gran mayoría tomó el camino sin retorno de la quinta del ñato y son pocos los que quedamos. Muchos murieron afectados en su ánimo al observar que sus propias virtudes chocaban con el comportamiento de los nuevos tiempos, así por ejemplo, el indio Patoruzú y su hermanito Upa, con una conducta llena de decencia y nobleza del primero y una actitud candorosa del segundo no pudieron soportar el innoble proceder de los habitantes de esta villa. Bólido, tardío en sus reacciones, ni imaginó ni supuso el cambio y murió en el intento. Amarroto, clásico individuo presto a la avaricia y al ahorro, se enojó y se fue ante tanto despilfarro. Purapinta, en cambio, se la vio venir y antes de tirar su pulcro aspecto al desenfado, evitó el embarazoso momento y chau. El grupo de andanzas que integraban El Fantasma Benito, que como su nombre lo indica, al notar los frecuentes brotes inflacionarios se hizo humo y se las picó; Don Fierro, que luchó como tenedor de libros para mantener equilibradas las cuentas, al ver que los números se disparaban se agotó y a otra cosa; al Dr. Merengue, fanático de la justicia, ante la injusticia no le quedó otra alternativa; Pan de Dios no aguantó la mentira por la mentira misma y adiós que te vaya bien. Capicúa, gustador de todo tipo de queso, cuando observó que eran muchos los que gustaban de ‘cierto tipo de queso’ abandonó la villa para siempre. Fúlmine, que se pasó la vida anunciando la desgracia personal, cuando la adversidad fue total se tomó el ‘bondi’ con destinos funerarios. Y Piantadino, que ante el primer tropiezo amagaba piantarse, al palpitar el tropezón que se avecinaba formalizó la fuga eterna. Y quienes viven todavía, se preguntará usted. Viven como hierba mala, la que como yo no muere nunca. Veamos entonces: Isidoro Cañones, un vivillo ambientado a la realidad; Ventajita, adaptado de igual manera; Falluteli, de la misma calaña; Batilio, un alcahuete batidor y cobarde; Constantino, un vago que vive a costa del Estado; Marmolín, otro cara de mármol de subsistencia prebendaria, y por último Fiaquini, mayor exponente de vivir bien sin hacer nada. A algunos como Avivato, Afanancio, Badaracco, Pepe el Pistolero, Bómbolo, les perdí el rumbo.”
Después de una hora larga, cuando Juan Mondiola iba por el tercer cafecito, se escuchó un explosivo: “¡¡Excelente mi amigo!! Le estoy muy agradecido y al despedirme le digo que me voy muy satisfecho por haber palpitado lo que quería volver a ver…”.
Le estrechó la mano al informante, puso un pie en el monopatín para partir, y en el momento de arrancar lo detuvo la voz del mismo Juan Mondiola: “Oiga, Don Fulgencio, sus juguetes no prosperaron aquí en la villa porque, si bien usted puede suponernos desagradecidos, fue porque los mismos estaban vacíos de contenido”.