Lloró el hombre su desilusión. Vio con sentida nostalgia que una tradicional esquina almagrense estaba cercada por la incertidumbre. Su vista, medio castigada por una prematura catarata, fijó su visual en la esquina sureste de la avenida Corrientes en su cruce con la avenida Medrano, la misma que ostentaba en su espacioso predio desde los primeros años del siglo XX hasta mediados del mismo, un bodegón que, según se acostumbraba en esos tiempos, lucía como un lugar referencial.
Un lugar de convocatoria, casi secreta, para varias logias eruditas y soñadoras, de una estirpe más que singular, a juzgar por su heterogénea composición. Ese lugar era conocido bajo la denominación de “El Gildo”. Allí donde Don Gildo, su fundador, y un tal Fernández, su continuador, según los tradicionalistas que vivieron y disfrutaron de aquella época, pusieron en marcha siguiendo el estilo de entonces un típico bodegón porteño, en contraste con la distinguida prestanca del café “El Cóndor” de la esquina opuesta y del apronte timbero del café “Los Cocos” en la vereda de enfrente, que los menos informados, por comodidad solían llamar también “Café Medrano”, y los historiadores “El Motivo”.
Por lo que alcanzó a ver, quedarían sepultadas para siempre las ilusiones forjadas por la muchachada habitué que a fuerza de reunirse presagiaba momentos de esparcimiento, de renovadas esperanzas y de autorizadas opiniones.
Detrás del tapial que cubría completamente las entradas y toda la ochava, vidrieras incluidas, se mantenían escondidas las instalaciones del último local del café Gildo, transformado en confitería, que al cerrar sus puertas había dejado atrás una especie de bar americano y pizzería que a la postre había sucedido al citado bodegón.
Al observar a la ochava atrapada por un destino incierto que la inmovilizó, tuvo que enjugarse una lágrima que se negaba a ver lo que realmente veía, es decir, no podía dejar de pensar en lo que había sido el viejo bodegón cuya representatividad era ejercida hasta esos días por la confitería.
Y siguió recostado sobre el frente de una casa vecina de más de diez pisos, en la imposibilidad de sentarse en un café de ese lugar porque no lo había, mientras meditaba y recordaba pasajes en la vida del desaparecido bodegón.
Seguía evocando a esos grupos que ocuparon las viejas mesas de madera, tras los enormes ventanales un tanto destartalados, y que de diferentes maneras y estilos disímiles formaban esas logias barriales ya citadas, aferradas a sus teorías culturales ocultas tras ropajes de atorrantes con pretensiones de varones del buen comer, del buen decir y del “dolce far niente”.
La permanencia dentro del local transcurría en un clima de ocurrencias simpáticas, discusiones de elevado tono y lunfardas apreciaciones. Había quien dividía su tiempo estudiando los pronósticos de “La Fija” o “La Verde”, otro analizaba las críticas deportivas de “El Gráfico”, otro se deleitaba escuchando los poemas improvisados del poeta de turno, alguno más se ilustraba con las noticias del diario matutino “La Prensa” o del vespertino “La Razón 5ta.”.
Ese enjambre de seudo intelectuales, como para ir entonando el día que ya se mostraba, solía matizar sus jornadas matutinas con copas, ya fuera con vermouth, bitter, fernet, campari o pineral, acompañadas por pan caliente y una “picadita” con queso gruyere, salame de milán y aceitunas negras bien condimentadas con sabor a pimienta.
Las noches, antes o después de la milonga, inducían a saborear un cacho de queso provolone al plato, regado con un buen vino tinto de la casa, servido en botellones exclusivos que iban y venían del mostrador a la mesa y de la copa a la boca del parroquiano sin solución de continuidad, hasta que desfallecientes bebedores antes de perder la estabilidad, optaban por retirarse cada uno apoyándose en el otro para alcanzar sus respectivos domicilios.
Lloraba de rabia. Lloraba la pérdida de la tradición esquinera de un Almagro que supo tener el cálido afecto humano de sus pobladores hacia los emblemas que distinguían al barrio. Un lamento que lo llevaba más allá de una simple melancolía fundada en un pasado feliz y remoto y que repentinamente lo hizo volver a sentir ese frenesí de cuando también él pudo gozar, aunque por poco tiempo, de las propuestas atractivas que el viejo Gildo ofrecía.
Mesas de madera de forma rectangular de grasiento uso, sillas de metal con asientos y respaldos invitando a la larga permanencia, y una ambientación desprovista de lujos y con aspecto sombrío como resultado del humo de los cigarrillos que fumaba la clientela, no eran, en suma, inconvenientes extremos frente a los desafíos y misterios que allí atraían por costumbre, por vicio, por moda o por placer.
Esa especie de empalizada que ahora ahogaba la importancia de lo que fuera una referencia almagrense muy destacada, hería, con solo contemplarla, su susceptible manera de recordar lo que fue. Ese arropado exterior de un silencio cómplice que dejaba ver detrás de su estructura la existencia todavía intacta de la edificación que fuera asiento de la última escalada de la confitería heredera del viejo Gildo.
Antes de abandonar el lugar se pasearon por su mente retrospectiva algunas voces aquietadas en la adversidad, que conoció en aquellos años mozos y al despedirse consigo mismo prefirió rendirles un homenaje aunque más no fuera recordándolas.
Así volvió a surgir la voz de Adolfo Coalova, en una clase magistral sobre jockeys, caballos, carreras y finales cabeza a cabeza, junto a su hermano menor Damián, profesor de la timba, fanático de la milonga y promotor de la jarana. Junto a ellos, Enrique Ardissone, el periodista atildado del chamuyo calificado y erudito. El infaltable Roberto Morbo, oficial en actividad de la Policía Federal, un compinche necesario para la farra, un compañero fiel para las largas tertulias y un amigo inseparable del beber sin tiempos. El filósofo del grupo, el flaco de influyente presencia, Don Alejandro Lara, con su aporte para promover una cultura divagante y contradictoria respecto de la actitud de sus otros compañeros de andanzas. Por fin, y por último, el poeta del barrio, Mario Jorge de Lellis, que siempre tenía a flor de labio en su trovadora mente, un poema dedicado a las cosas que lo rodeaban, en especial aquellas relacionadas con Almagro, su barrio, su vida y su muerte. El poeta que acercó al viejo Gildo en una poesía hermosa que, como buen amante del trago de vino tinto, lo definió en su último verso: “botellón de cero treinta…”.
Satisfecho en su emoción y su recordación, se retiró del lugar dominado por lo que acababa de espiar y que íntimamente calificó como “un cerco a una parte de la historia barrial”.