La parroquia San José, epicentro del barrio donde creció, se convirtió en santuario espontáneo tras la muerte del primer Papa argentino
En la iglesia de San José del barrio porteño de Flores, el silencio se mezcla con oraciones, llanto contenido y velas encendidas. En este templo, donde Jorge Mario Bergoglio sintió por primera vez el llamado de Dios a los 17 años, miles de fieles han comenzado a despedir al papa Francisco, el primer pontífice argentino, fallecido el lunes en el Vaticano a los 88 años. El lugar, marcado por aquel 21 de septiembre de 1953 —día de San Mateo— cuando el joven Bergoglio decidió confesarse y encontró su vocación sacerdotal, se transformó en las últimas horas en un santuario popular cargado de emoción y gratitud.
La Iglesia Católica, inmersa ahora en un momento clave de transición, activó el protocolo de sede vacante y convocó a una congregación general de cardenales en Roma para dar inicio al proceso de elección del nuevo Papa. El cuerpo de Francisco será expuesto desde este miércoles en la Basílica de San Pedro y, según su voluntad, será sepultado en la Basílica de Santa María la Mayor, en una tumba austera con su nombre grabado en latín: Franciscus.
En tanto, del otro lado del océano, el barrio que lo vio crecer como hijo, vecino y sacerdote se convirtió en epicentro de una despedida cargada de afecto. Flores no olvida que en aquella iglesia Bergoglio recibió, según sus propias palabras, una señal trascendental: “Fue como si alguien me esperara”, solía decir al rememorar esa confesión que marcó el inicio de su camino espiritual. En el mismo confesionario donde ocurrió ese momento clave, los feligreses levantaron un altar improvisado con flores, cartas, fotos, velas y pañuelos con mensajes de despedida.
Las calles aledañas a la parroquia han sido testigo del incesante goteo de vecinos, turistas y fieles que se acercan para rendirle homenaje. Algunos rezan en silencio, otros dejan objetos personales como rosarios o estampitas. Todos, de una forma u otra, buscan agradecerle a Francisco por su testimonio de vida, su humildad y su cercanía con el pueblo. Muchos recuerdan cómo el exarzobispo de Buenos Aires caminaba por esas mismas veredas, se tomaba el colectivo y celebraba misa con la misma sencillez con la que luego gobernó la Iglesia universal desde Roma.
“Venimos con mi familia porque él fue un papa distinto, cercano, del barrio. No podía no estar hoy acá”, dijo conmovida Mariana, una vecina de Caballito. En tanto, Raúl, un docente jubilado, dejó una camiseta del club San Lorenzo —del que Francisco fue socio vitalicio— en uno de los bancos del templo, como tributo a otra de las pasiones del pontífice: el fútbol.
En este sentido, la imagen de Francisco no solo remite al líder espiritual, sino también al vecino de Flores, al hincha del Ciclón, al cura que compartía el mate y escuchaba más de lo que hablaba. La parroquia San José, símbolo de sus orígenes, se ha convertido en un punto de encuentro entre lo espiritual y lo barrial, donde lo religioso se mezcla con lo cotidiano y donde cada gesto de despedida refleja la huella profunda que dejó en su comunidad.
Las autoridades eclesiásticas porteñas han dispuesto un operativo especial para acompañar la multitud que se espera en los próximos días. También se organizan misas en su honor y se evalúa la posibilidad de declarar el templo como lugar de peregrinación permanente. En la misma línea, distintas parroquias de la Ciudad han convocado a jornadas de oración y recuerdo, mientras en Roma se ultiman los detalles para el funeral de Estado que congregará a líderes internacionales como Donald Trump y Javier Milei.
El papa Francisco, que eligió ese nombre en honor a San Francisco de Asís y que marcó un antes y un después con su mensaje de fraternidad, austeridad y compromiso social, vuelve simbólicamente a sus raíces. Y lo hace rodeado del cariño de su gente, en la misma iglesia donde todo comenzó. En Flores, su barrio, su legado no solo se reza: también se abraza.