Faltaban escasas cuatro horas para la medianoche en cuyo momento culminarían los festejos de la Nochebuena. Todo estaba dispuesto en la casa para que, acompañado por sus familiares, recibiera en paz y con alegría el mensaje que la evocación del nacimiento del Niño Jesús trae consigo a todos los hogares cristianos.
Dos puertas, de la reflexión y de la esperanza, cerrándose y abriéndose, dejarán pasar los vientos de los tiempos en esa Navidad que el día veinticuatro de diciembre celebrará el acontecimiento.
Inquieto como siempre, recorrió la sala principal donde tendría lugar la reunión comprobando que la mesa que más tarde recibiría a todos los comensales estaba en orden como para iniciar la cena en cualquier momento.
Luego se detuvo para observar, como nunca lo había hecho, en un lugar destacado cerca de la ventana, la presencia del arbolito de Navidad, iluminado con titilantes luces de colores y cargado de regalitos, junto a un hermoso pesebre armado meticulosamente por jóvenes familiares.
Justamente su vista se dirigió con ansiedad a ese rincón de la casa, más precisamente a dichos regalitos navideños, tratando de descubrir si entre los mismos se encontraba el que le interesaba recibir.
Ese interés se vio en cierta manera aquietado cuando advirtió que entre los obsequios se hallaba un paquete cuyo tamaño, el papel madera de su envoltorio y sus características presagiaban que, otra vez como todos los años, contendría una agenda anual, envío habitual de un amigo. Por ese motivo, no cesó de mirar casi con obsesión los regalitos y en particular ese tan especial con la agenda, elemento vital para su desenvolvimiento durante el nuevo año que comenzaría dentro de siete días.
Su condición de persona ordenada, pulcra y detallista tenía necesidad de una agenda tanto como del bastón que usaba para su movilidad diaria.
Algo superior lo detuvo más de la cuenta reparando en los regalitos, dando lugar a que se sintiese, si se quiere, motivado por el simple hecho de confiar en su pálpito, en su predicción o en su anticipo.
Satisfecho por su propia imaginación y sabiendo que faltaba aún un par de horas para el inicio de la festividad hogareña, a fin de romper con la calma que acompaña a toda espera decidió buscar un motivo de distracción y se encerró en la habitación que oficiaba de escritorio. Aislado en el silencio de ese aposento, tomó entre sus manos la agenda que usara durante ese año a punto de finalizar y tal vez a manera de despedida comenzó a repasar someramente su contenido. En ese examen preliminar que consistió en hojear con rapidez sus páginas, pudo notar que esa libreta, especie de ayuda memoria, guardaba en su desprolijo interior una sucesión de hechos acaecidos, algunos de los cueles no figuraban en su inventario personal.
Entusiasmado por lo que escondían borrones, tachaduras y desprolijidades, sin darse cuenta cambió su método de búsqueda y profundizó la indagación chequeando hoja por hoja, día por día, lo que le permitiría encontrar menciones, citas, datos, situaciones y pasajes de ese tramo de vida ya superado. Nombres de personas, de ignotos personajes, de amigos comunes, de acreedores, fueron surgiendo de la escritura que su mano había garabateado en una ronda incesante de obligaciones diarias.
Como si hubiera descubierto algo que antes no hubiera visto, reparó en su corta vida y la sintió vieja y vencida con tan solo un año de existencia. Tal vez ese anochecer tan peculiar influyó para que, además de desgastada y agobiada, le reconociera que vivió aferrada a la disciplina de guiarlo constantemente en su afán de cumplir y cumplir. Esos escritos un tanto tachados, semi corregidos, acaso enmendados, que llenaban las hojas lo hacían incurrir en una nostalgia difícil de explicar. Al leer entre líneas el mamarracho que aparecía perdido por ahí, pensaba en las veces que sus anotaciones le sirvieron como excusa para una disculpa o tal vez para escaparle a un problema que no podía solucionar. Sin embargo, no desconocía que la lectura de esas frases sueltas, de apenas un año, que en este caso era el último de los vividos, eran suficientes para comprobar que el mundo había penetrado sin permiso en su vida, irrumpiendo a veces con felicidad y otras con dolor evidente.
Tampoco ignoraba que iba a tropezar, como en realidad ocurrió, con apuntes que nublaban su razonamiento evocativo, en razón de poder desentrañar quién era quién, ni el porqué, ni el cuándo, como por ejemplo al repetirse en voz alta: “cita a las 21 hs. con Epaminondas”, o “reunión a las 11 hs. con Hipómenes, o “cena a las 22 hs. con Proserpina”, y no tener idea de ello.
Al margen de ese residuo de letras vanas, de precisiones perdidas, quedaron grabadas debajo de los números que identifican a cada uno de los días de cada mes algunas menciones importantes que, despojadas de toda presunción, lo obligaron a sonreír por configurar una anécdota que valía la pena recordar.
En otro pasaje de ese revisionismo tan especial, lo conmovió ver destacado el Día de la Madre, porque ya no la tenía, el Día del Padre porque nunca llegó a conocerlo, el Día de los Enamorados porque alguna vez estuvo de novio con Claudia, una muchacha que se cruzó en su vida, y el Día del Amigo porque fueron muchos los que estuvieron a su lado y ya no estaban. Esta última emoción detuvo su constancia de hojear y hojear, y devolvió la vieja agenda a su lugar de costumbre y la apoyó sobre el pupitre de su escritorio a la espera de que pudiera continuar brindando su servicio por siete días más.
De regreso al salón principal donde se hallaba el arbolito y se serviría la cena navideña, observó que los movimientos y los preparativos previos corroboraban la cercanía del festejo y pensó que estaba próximo a caer el telón de la ansiedad que lo envolvía. Pensó que estaba por recibir la nueva agenda, tan fría y vacía de contenido como la esperanza de volver a llenarla con el porvenir que aún lo atraía. Volver a escribir nombres de gente que estimaba, de citas que elevaran su espíritu y de palabras volcadas sin imágenes visibles.
A la hora señalada lo invitaron a ocupar la cabecera de la mesa, adornada por el pavo tradicional ubicado en el centro, a fin de iniciar la celebración del nacimiento del Niño Jesús. Sus ojos pudieron más que su boca toda vez que en lugar de reparar en la variedad del menú servido, se dirigieron en todo ese tiempo a enfocar directamente el paquete que luego, seguramente, le sería cedido cuando se produjera el reparto de los regalitos.
Y llegó el momento tan deseado. Antes de dar lugar al pan dulce, los confites, el turrón y la sidra, procedieron a hacerle entrega del remanido paquete. Lo recibió con evidente satisfacción pero grande fue su sorpresa cuando al retirar el envoltorio encontró un hermoso libro, de formato muy similar al de la agenda. Sin decir palabra, leyó el título: “El paraíso de los jubilados” y se resignó al silencio, sin intentar el agradecimiento.
Luego de un rato, después de leer y releer el título del libro, cayó en íntima reflexión y se preguntó para sus adentros: ¿para qué diablos querría yo una agenda?”.