LA CASA DE LAS CHICAS

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Estaba acostumbrada a estar entre grandes. Hija única, acompañaba a mi madre en las visitas casi diarias a la casa de las chicas, como la llamaban en el barrio. Si no se profundizaba mucho, aquella parecía una familia normal. O casi. El padre, viejo puntero radical de un pueblito perdido del interior, tenía a la familia férreamente encerrada en un puño. A la familia que le quedaba, porque los hijos mayores, cansados de él, hacía rato que se habían ido para no volver.

La madre, dulce como un higo maduro, me mimaba como nunca su marido le había permitido hacer con sus propias hijas, atiborrándome de pastelitos y chocolate. Yo, carente de abuelas, la adoraba, a la vez que recelaba del viejo, gritón y prepotente. No entendía por qué los viejos no se tuteaban, y nunca me animé a preguntar a nadie sobre el tema.

Las chicas eran otra cosa. Mi madre pasaba la tarde con ellas, cosiendo o tejiendo, mientras el viejo cebaba mate para todas, no de amable, sino para controlar las conversaciones. La menor de las chicas era quince años mayor que yo: no podían ser mis amigas, pero con sus charlas y susurros, abrían para mí una ventana hacia la adolescencia que ya estaba allí, casi al alcance de mi mano.

Tenían nombres antiguos: Esperanza, Matilde, América, Alicia, Amanda, Concepción… Concepción era la monja, la que venía a visitarlas una o dos veces al año, porque su destino era un convento en Tucumán. Las pocas veces que estuve frente a ella, fui incapaz de dirigirle la palabra. ¿De qué habla uno con las monjas?, me preguntaba. Además, las hermanas trataban a Concepción como a una joven cualquiera, a pesar de su hábito, lo que me confundía aún más.

El día que Esperanza se casó, le presté mi chal de lanilla blanca con hilos plateados. El viejo no había dejado que se casara por iglesia, argumentando que era un lujo inútil, así que hice el aporte de mi chal para acompañar su sencillo vestido blanco, corto, confeccionado por sus hermanas, lo que me hizo sentir muy importante, y la fiesta se limitó a un baile familiar en la casa paterna.

Yo, acostumbrada a otro tipo de celebraciones, observé intrigada a la pareja de recién casados, sentada en un sillón estilo “Provenzal”, sacado especialmente de la sala para la ocasión. ¿Cómo habría hecho Esperanza para conseguir novio, si el viejo nunca las dejaba salir?, me preguntaba. Mucho después supe que había sido una boda concertada por el viejo, con otro viejo amigo suyo. El resto de las hermanas, sentadas en hilera contra una pared, salían a bailar sólo después de que el viejo las autorizara con una leve inclinación de cabeza.

Los novios dejaron el sillón únicamente para bailar el vals y cortar la torta, tras lo cual huyeron entre una lluvia de arroz y lágrimas. Yo hubiera querido preguntar porqué todas las chicas lloraban, pero decidí que era mejor fingir una emoción que no sentía, y aprovechar la situación para estrenar mi pañuelito de seda con el cáliz bordado, regalo de Concepción para mi Primera Comunión.