Relato: “La Audición”

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Vivía sin saberlo en un mundo de silencio, absolutamente ajeno a todo lo que lo rodeaba.

Mientras tanto, algunos se quejaban de los batifondos. Otros de las cosas que había que oír y los más sobre la falta de tranquilidad, esa que nos brinda la calma de vivir en paz en un mundo de por sí convulsionado.

Tenía incorporado que, además, su condición de jubilado también lo habilitaba a merecer, junto al descanso que le tenía reservado su edad pasiva, ese silencio que lo adormecía.

Descanso del cuerpo. Descanso del espíritu. Descanso de la mente.

Pero su pasividad no lo eximía de un chequeo anual que su médico de cabecera le recetaba para conocer el estado general de su salud.

Radiografías varias, ecografías selectivas, análisis de todo tipo y el infaltable electrocardiograma. Resultado final satisfactorio. Glucemia, colesterol, triglicéridos, uremia y uricemia, dentro de parámetros normales. Visión buena y fondo de ojos sin objeciones.

Su médico de cabecera se mostró muy conforme, llegando a esbozar, como una gentileza, una felicitación muy bien recibida por el paciente, aunque no obstante, para completar el informe, recomendó una consulta a un otorrinolaringólogo quien después de una exhaustiva revisación lo derivó a una fonoaudióloga. Entre esos dos profesionales médicos dictaminaron que existía un grado de sordera bastante pronunciado y por lo tanto, se hacía necesaria la utilización de un audífono.

La recomendación final fue que debía recobrar su participación en el mundo al cual hacía bastante tiempo que había dejado de pertenecer. Este consejo médico para él, que se consideraba libre de una salud comprometida, resultó un mazazo para su orgullo de hombre fuerte y sano que no dependía de regímenes especiales, ni de prohibiciones de ningún tipo, ni siquiera de un bastón.

Esa aspiración no dejaba de ser un berretín de anciano presumido que veía derrotada su fisonomía de galán de antaño, aunque, digno es destacarlo, cualquier persona que lo tratara descubriría de inmediato su avanzada incapacidad de oír bien.

Resignado entonces, se prestó a la confección del audífono que de ahora en más debería usar a toda hora. Sin más ni más.

Su obra social se hizo cargo de los costos y a los pocos días lucía en su oreja derecha el aparatito que, confeccionado con sumo cuidado y artesanía, se introducía dentro de la cavidad auditiva de manera tal que era muy difícil reconocer su presencia por lo que su existencia pasaba totalmente desapercibida. Esa circunstancia, más el hecho de que no lo perturbaba para nada el funcionamiento, hicieron que lo adoptara de inmediato, con una aceptación que llamó la atención a propios y extraños.

Ahora con su audífono “invisible” en pleno uso rompió aquel silencio y el mundanal ruido debió ser compartido como cualquier mortal que ejerce su libertad de pasearse por este planeta Tierra y gozar y padecer de sus avances tecnológicos y de sus mezquindades.

Las conversaciones ya no le eran ajenas, el griterío no le sonaba como el agradable sonido de los cascabeles, el rezongo de los motores no lo sentía como el rumor de un viento cálido, el batifondo musical no lo serenaría como el canto melódico del canario, y los bocinazos y las sirenas pasaban a oírse como lo que son, notas cotidianas fuera de tono.

Acorralado por lo que consideraba un desquicio auditivo, lo soportaba de la mejor manera, pero en su interior latía el desprecio por ese aturdimiento innecesario. Hasta que un día, después de algunos años, envuelto siempre en la misma divagación, llegada la noche se quitó el audífono antes de acostarse y lo apoyó sobre el mueble de su escritorio con tan mala fortuna que, vaya uno a saber por qué razón, el aparato cayó al piso sin que llegara a notarlo, de tal manera que a la mañana siguiente, cuando ingresó a la habitación, su pie derecho lo aplastó haciéndolo añicos.

¿Premonición, casualidad o desgracia? Lo cierto era que el hombre volvió al reino del silencio. Volvió a la paz del sobreentendido. No por mucho tiempo porque en la siguiente revisión anual el otorrinolaringólogo, advertido de la anormalidad, dispuso la confección de un nuevo audífono que no guardaría relación alguna con el anterior, pues sería más visible y de calidad un tanto inferior.

Paciente y sumiso, aceptó no de muy buen grado la colocación del flamante aparatito y salió nuevamente a mezclarse con la realidad.

Un par de años más adelante, el destino volvió a jugar sus cartas y una tarde de verano tomó asiento en la silla de su escritorio y comenzó a meditar. Empezó a intercambiar elucubraciones con Morfeo, quien se apoderó de su sueño, y tras un cabeceo sin dominio de su parte, el cuerpo se inclinó hacia su costado derecho y pesadamente cayó al piso golpeando su cabeza contra el mueble del lugar.

El golpe de una caída desde apenas cuarenta y cinco centímetros de altura no tuvo consecuencias físicas importantes, pero el porrazo mayor lo recibió la cabeza que al chocar provocó el desprendimiento del audífono que saltó por los aires y al caer sobre el piso, en el mismo lugar en que lo había hecho el anterior, se hizo mil pedazos, totalmente destruido.

¿Premonición, casualidad o desgracia? Ante el asombro que le produjo la reincidencia quedó inmovilizado, no atinó nada más que a esbozar una sarcástica mueca que pudo ser de desagrado o de íntima convicción, pues después del segundo accidente algo le quedaba claro: su vida estaba signada por el silencio.

Durante el lapso de aproximadamente cinco años en que mantuvo en uso los audífonos, le fue posible escuchar a disgusto disputas del vedetismo inútil, peleas entre gente de la farándula simuladora de enconos y enojos, programas televisivos donde el manual de la incultura era manifiesto, productos contagiados de la chabacanería rendidora de altos ratings y publicidades engañosas. Por otra parte, le fue dado escuchar declaraciones políticas alarmantes, y con total desparpajo epítetos paralizantes, mentiras desmentidas con su sola mención, embrollos éticos, embustes culturales, denuncias de negociados y corruptas conductas, actos delictivos, asaltos y asesinatos a diario.

“¿Volver al otorrinolaringólogo? ¿Para qué? ¡Para lo que hay que oír…! Prefiero volver al silencio.”, se dijo para sí.

En definitiva, decidió aferrarse a lo que dijo un viejo filósofo que no padecía sordera alguna: estoy harto de escuchar voces de los que no saben, los que no quieren saber, los que sufren por no saber, los que odian el saber, los que aparentan que saben, los que triunfan sin saber y los que viven gracias a los demás que no saben.