Cuando en plena primavera estaba pensando en hacer un alto en su trajinar diario, un tanto acosado por problemas laborales, recibió una invitación de un cliente para visitar una bella estancia ubicada a mil quinientos kilómetros de distancia de su ciudad.
Tentadora y oportuna convocatoria que involucraba varios motivos para tener en cuenta, siendo el primero y principal evaluar in situ la propiedad de su cliente comprendida en su patrimonio. En segundo lugar, como queda dicho, porque anhelaba encontrar un momento de distracción que lo alejara de la tarea diaria y al propio tiempo porque sería beneficioso para su salud ya que, algunos años antes, había sufrido ciertos desajustes provocados por el estrés al que estaba sometido. Por último, en tercer término, porque se presentaba la oportunidad de viajar por primera vez en avión, un secreto que mantenía oculto desde siempre. Por cierto no dudó en aceptar el convite de su cliente, para lo cual mantuvo un intercambio de e-mails para definir los detalles de su excursión.
Ese día jueves, elegido para iniciar la partida, medio paseo y medio inspección, se encontraron bien temprano por la mañana en la confitería de la estación aérea donde desayunaron a la espera de la clásica llamada de embarque, en este caso en un avión de línea.
Como si nunca lo hubiera visto con anterioridad, durante el desayuno se dedicó a semblantear al ingeniero, reconocer íntimamente su gesto, pensar en su condición de hombre de bien, valorar su capacidad de dirigir su empresa, reconocer que era un destacado ingeniero industrial, un avezado jugador de ajedrez y dueño de un carácter resolutivo muy fuerte. Semblanza breve y definitiva interrumpida por la finalización del desayuno y la posterior marcha al túnel de la manga e ingreso al interior de la nave aérea.
El avión, con pasaje completo de alrededor de 100 pasajeros, partió al horario establecido y mantuvo un vuelo de una hora y media, muy sereno, sin ningún tipo de contratiempo, sin nubes a la vista, sumario de un viaje placentero. Ese tramo abarcó la primera parte del itinerario que tenía previsto hacer una escala en el aeropuerto de una importante ciudad turística del interior del país para seguir luego hacia su destino final. Allí se detuvo por espacio de media hora para permitir el recambio del pasaje, aunque esa vez no llegó a ser tal, dado que fueron muchos más los pasajeros que descendieron que los que continuarían el viaje o se incorporarían al mismo.
En efecto, tan solo una señora lugareña ingresó como viajera del último trecho, agregándose a los cuatro que seguían embarcados, los cuales, sumados a la tripulación, totalizaban las once personas que reiniciarían el viaje. En resumen, lo harían la mencionada señora, una parejita de jóvenes recién casados, el ingeniero anfitrión, el invitado especial, tres hermosas azafatas, el piloto, el comisario de a bordo y el comandante.
Por supuesto, el invitado reflejaba en su rostro la satisfacción por haber aceptado lo que para él era un desafío y por haber disfrutado del confort y la placidez que le brindó esa primera parte del viaje que, a su vez, lo hizo sentir dueño de todo lo que divisaban sus asombrados ojos desde allá arriba a través de la ventanilla del avión. Media hora más de placentero viaje le permitió al invitado observar desde su atalaya el modesto aeropuerto construido con chapas de zinc, rodeado del caserío de ese pueblo que, a su vez, aparecía sumergido en un paisaje indescriptible por su belleza.
Todo ese panorama fantástico era posible observarlo porque el día se presentaba diáfano y en razón de que el avión giraba en círculo alrededor de la pista de aterrizaje, buscando el momento preciso para efectuar el descenso. Cuando al comandante de la nave le pareció oportuno, inició lentamente la bajada enfilando hacia la cabecera de la pista.
El invitado seguía atentamente la maniobra, que no ofrecía mayores dificultades y se llevaba a cabo con total serenidad de desplazamiento. Sin embargo, cuando la máquina se encontraba a unos quinientos metros del suelo comenzó a balancearse, sus alas se agitaban como un pájaro en pleno vuelo, y el aparato temblaba al tener que soportar los vientos arremolinados que con sus ráfagas empezaron a comprometer su estabilidad. En contados segundos la quietud desapareció, el peligro acechaba, por lo que el comandante, al igual que en una exhibición de acrobacia, decidió volver a tomar altura, acelerar los motores en toda su potencia, efectuar un ascenso vertical hacia el despejado infinito y retomar la circunvalación del espacio que cubría el aeropuerto con la intención de reincidir en el intento. Mientras tanto, esa brusca maniobra produjo en los viajeros, e incluso en la propia tripulación, el descalabro emocional que es de imaginar y en sus respectivas humanidades el preanuncio de un posible vómito ya que sus estómagos parecían salirse por sus fauces.
Cuando aún no habían desaparecido las huellas de preocupación, en especial de la señora que gritaba “Dios mío, sálvanos que nos estrellamos”, la nave, por decisión del comandante, volvía a repetir la tentativa anterior y otra vez sufría los embates de los vientos de la zona que obligaron a realizar la pirueta del ascenso violento en línea recta, sin contemplaciones. A los gritos desaforados de la señora se agregaron la resignación de las tres azafatas, el rezo de la parejita, el fastidio del ingeniero y el temor del invitado en su periplo bautismal. Por fin, en audaz y equilibrada estratagema, el comandante encontró el resquicio aéreo necesario para vencer esas ráfagas que seguían castigando de igual manera al avión tanto en el descenso como cuando descansaba en tierra firme junto a los hangares.
La gente que aguardaba en la estación recibió a las once personas con aplausos, mientras que el ingeniero anfitrión no pudo disimular su enojo e impulsado por su enérgico carácter procedió a consultar al servicio meteorológico del lugar sobre el estado del tiempo en las horas subsiguientes, recibiendo por toda respuesta que seguramente iba a desmejorar. Sin hesitar decidió emprender el regreso, contratando el servicio de un avión privado con ocho plazas, sorprendiendo con esa decisión insólita a su invitado que no atinó a dar su opinión y no le quedó otra alternativa que acompañarlo.
La máquina avanzó piloteada por el patrón y por el ingeniero, teniendo por único pasajero al decaído invitado. Al cabo de una hora de viaje sin contratiempos, los sorprendió una tormenta feroz, se oscureció el cielo, la lluvia golpeaba despiadada contra los cristales de las ventanillas y las luces eléctricas de los rayos llenaban de espanto el corazón palpitante del invitado.
Viajando a ciegas, guiados por el radar, lograron alcanzar un feliz aterrizaje superando el peligro real asumido durante el trayecto. Una vez en tierra el ingeniero se vanaglorió de ser buen piloto de tormentas y astuto jugador de ajedrez, expresando a viva voz su triunfo ante la adversidad. Cuando giró su cabeza para requerir la opinión de su invitado, no recibió respuesta alguna. Había muerto de susto. No pudo resistir el “julepe” de tan agitado debut.