Está atrapado por una disyuntiva, muy frecuente en él, como es la de saber si verdaderamente “todo tiempo pasado fue mejor” como solía escucharse en corrillos amistosos entre personas enfrascadas también en desentrañar ese supuesto dilema.
Se confiesa diciendo que no padece de retromanía, pero reconoce que le resulta difícil conjugar el verbo del pasado en tiempo pluscuamperfecto porque el plus no surge de una simple comparación o de un razonamiento perfecto, pues de una forma o de otra el beneficio de la duda flotará tras la conclusión.
Al pretender encontrar una respuesta esclarecedora repite una verdad de Perogrullo señalando que en definitiva el presente es hoy, el pasado es el hoy vivido y el futuro es el hoy deseado.
Tanto el presente como el futuro responden a una secuencia interminable en la cual se renueva, se forja y se vive los tiempos modernos de cada mañana y se anhela gozar cada experiencia de la mañana siguiente, mientras que el pasado permanece perdurable y es valorado, juzgado, revisado o comprendido según la óptica de quien o quienes lo analicen.
El presente se vive día tras día. El presente va escribiendo la historia que actúa como puente entre lo que vendrá y lo que fue. El presente tiene la dimensión de un día, pues apenas transcurre ese día ya es pasado. Asimismo, la llegada del día siguiente restándole veinticuatro horas al futuro, no hace más que corroborar que la rueda de los pronósticos gira en torno del tiempo que se vive, del tiempo transcurrido y del tiempo cuya inmensidad en el más allá lo hace ignoto y casquivano.
Por lo dicho se nota que la gran duda no la ofrecen ni el presente ni el futuro, sino el pasado metido como una cuña mental que dispara con el acertijo: ¿será mejor o peor?
El pasado evaluado simplemente como algo emotivo o moderadamente evocativo, tendría un precio relativo ajustado a la importancia que cada uno, según le fue en la feria, podría darle a esa emotividad o a esa evocación. Sin embargo, el pasado, ante lo difícil que resulta modificarlo, tiene un precio elevado en la consideración general que lo mide, lo disfruta y lo pone como ejemplo dándole un valor que, como es lógico, abarca hechos nacidos en la realidad del momento y encierra experiencias de mayores o menores trascendencias que bien pueden ser tomadas o tenidas en cuenta al adoptar algunas decisiones presentes o futuras, o como base de análisis para la confección de presupuestos.
El pasado entonces involucra conocimiento, costumbre, experimento, ensayo y versación, pero ello no implica que haya sido mejor. Por consiguiente, aquellas voces que sostienen en una aseveración temeraria que todo tiempo pasado fue mejor, tal vez no tienen en cuenta que el presente siempre está obligando a la comparación debido justamente a la modernidad de los tiempos y por lo tanto no hay que olvidar que ese pasado en su momento también fue presente y que con sus innovaciones forzaba a confrontar con los tiempos idos, y así sucesivamente.
Al acentuar que su disyuntiva no es una retromanía, reconoce que así como a ciertas personas les resulta casi imposible desprenderse de su pasado que los condiciona y los apasiona, hay otras que abrazan la idea de que el pasado simplemente fue. Admite que no se puede ignorar el peso que tiene el tiempo pasado que va desandando y que en su memoria viva anidaron disgustos, emociones, recuerdos o retazos de vida que se esparcen generosos en su pensamiento. Sabe bien que cuando el cuerpo se arquea y los malvones se mecen al viento haciendo vibrar la memoria con su vaivén constante y sus neuronas repletas de añoranzas, rompe la túnica que llena de grises aquel lapso entre la juventud y la madurez, y vuelve a resaltar las cosas simples que lucieran brillantes, inmaculadas y profundas.
Aquí es cuando la disyuntiva se torna monótona, y por un momento siente la necesidad de saber realmente cuál es la hechura que dio lugar a la confección del traje nostálgico que viste unido al misterio del tiempo aquel que le tocó en suerte vivir.
Dado que él no se consideraba la excepción, conserva reliquias sentimentales que repite a menudo, que están escondidas allá a lo lejos y que interpreta que no se volverán a reiterar nunca más.
Aquellos años en los que aún podía detenerse a gozar de esas cosas simples, sin atropellos ni impulsos alocados. Aquellos días en que todavía podía sentarse en la vereda a tomar mate y conversar con el vecino. Aquella época en la que, al decir del poeta Homero Manzi, podía contemplar el misterio del adiós que siembra el tren o jugar al codillo en el almacén. Aquellos momentos en que podía vivir la quietud de ese conjunto de casas bajas, con balcón a la calle, llenas de luz, de aire puro, de perfume de jazmín, de tradición familiar, de música de organito. Aquellas madrugadas de farra corrida que lo devolvían caminando por “la calle que nunca duerme” sin miedos de ninguna naturaleza, llevando a cuestas noches de cabarets, de grandes cines, de famosos cafés con orquestas en vivo, restaurantes de categoría y lecherías del chocolate con churros. Aquellas jornadas con ladrones que tenían códigos y que robaban sin asesinar ni mataban por matar, con gente que hacía valer la palabra empeñada y se desplazaba a la velocidad de los tranvías.
“Te acordás hermano qué tiempos aquellos”, al decir del autor Manuel Romero, se ajusta a la mención un tanto deshilachada de las cosas ya citadas y a las que al cantar de “veinticinco abriles que no volverán” se pueden agregar las “tardes de verano caminadas entre arboledas centenarias con aromas de eucaliptos, pájaros que se posaban sobre el corazón pleno de sensibilidades, perros que salían al cruce ladrando para hacerse notar y rayos de sol que buscaban atravesar las ramas de las alturas, desparejas y entrelazadas adornando una naturaleza limpia de impurezas”.
Desde luego, como se ve, no puede sustraerse de lo vivido y le resulta apasionante alumbrar el vacío de los hábitos ciegos de la mente porque vuelven de tanto en tanto a encontrar el cauce renovador de la reaparición traducida en un pasado que despliega la fuerza de la tradición usufructuada.
Por todo ello, sigue afirmando que se siente gobernado por la disyuntiva y repite que se ve empujado por todos esos fantasmas que aquí recordaba al pasar a profundizar el dilema, dado que ellos parecerían inclinar la balanza en favor de no rehuir el pasado.
Esos mismos fantasmas con su sola mención contribuyen a recuperar la extraviada identidad de los hechos sustantivos, sean humanos o religiosos, es decir, invitan a preservar el pasado mediante el arraigo colectivo compuesto de fotos testimoniales, escritos históricos y acciones destacadas, y todos ellos como grafittis en las paredes de la disyuntiva que no se decide a dilucidar si el tiempo pasado fue mejor o peor, pero en cambio podría ser aceptado como una experiencia de vida.