Texto “La Mística”

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“Hoy es 11 de julio. Pensemos entonces en el 11 de julio de 2010”. Así inició su reflexión un porteño de ley ante un selecto grupo de pensadores, coincidentes en que asistían a escuchar la charla que ofrecería sobre quien se cumplirían, en esa fecha sugerida, cien años de su nacimiento.

De tal manera comenzó dicha charla, repitiendo una aseveración que puso en clima al auditorio, diciendo que el personaje tendría un siglo de vida, estaba incluido en el acervo de Buenos Aires y nadie podría imaginarlo fuera de su autenticidad, pues Aníbal Carmelo Troilo, de quien se trata, se nutre de tango y misterio como la ciudad misma.

Siguiendo con su presentación, manifestó que la mejor definición de ese músico, compositor y director la hizo oportunamente el vate Julián Centeya al nominarlo para siempre: “El bandoneón mayor de Buenos Aires”.

Entre los vapores de la evocación y el incienso de la nostalgia, un primer cuadro emerge en el escenario del tiempo y sobre el tablado aparece un conjunto de once músicos, alineados en la formación de una orquesta, y al costado dos cantores esperando el momento de actuar. En el centro, unos centímetros más adelante que el resto, toma asiento el maestro director y en habitual ceremonia toma su bandoneón y lo apoya sobre sus rodillas. Y ahí está comandando la incursión musical que lo distingue y que deriva en esa orquesta sin atriles a la vista, sin partituras, dueña de un aceitado ensayo, ejecutando tangos de grandes compositores que a la luz de las orquestaciones y los arreglos impuestos por el director se transformaron en piezas de extraordinaria belleza melódica y armónica. Para corroborar lo dicho bastaría con citar a manera de ejemplo algunas de esas versiones insuperables como Pablo, Chiqué, Inspiración, Color de rosa, Responso, Quejas de bandoneón, Ojos negros, Piropos, Lo que vendrá, y muchos más.

En la vidriera de esos instrumentales donde se luce la orquesta, el repertorio intercala canciones cantadas y ahí también aparecen temas inolvidables que alcanzaron la altura de irrepetibles en las grandes voces que los interpretaron, como por ejemplo, Sur, Romance de barrio, Equipaje, Malena, Barrio de tango, La mariposa, La última curda, María, Sin palabras, En carne propia, Gricel, y la lista se hace imposible de completar por extensa.

La música resuena en el silencio ambiental y en ese abismo musical sollozan esas notas sueltas que el director arranca de su instrumento con sus manos mágicas cada vez que debe ejecutar los solos que le marcan los pentagramas escritos para su lucimiento. Encerrado en su íntima inspiración, los “pucheros” de sus gestos faciales van logrando perpetuar un sonido especial de su fuelle, como si se trataran de una misma cosa el instrumento y el ejecutante. Así lo expresó la sabiduría lunfarda de Julián Centeya al decir: “Tu fueye, nada se parece a vos como tu fueye”.

Hasta aquí la reflexión del porteño alcanzó para definir a Aníbal Troilo como un gran músico que exhibía buen gusto para seleccionar su extenso repertorio, su excelencia como bandoneonista, sus aciertos en la corrección de las orquestaciones de sus temas, su talento para elegir sus cantores, su predisposición para lograr y obtener de los cantantes lo mejor de cada uno y, por último, su gran virtud, la de ser uno más entre sus pares, con absoluta humildad para con todos los que lo rodearon.

Nobleza de un grande de la música popular rioplatense que a medida que se iba aumentando su prestigio fue dejando de lado a Aníbal Troilo y acrecentando la figura de Pichuco, ese apodo que su padre le puso cuando era muy niño. Fue Pichuco quien acaparaba la fama, el prestigio, el cariño de propios y extraños, superando sin piedad al otro yo, al ser humano que pasó a ser un duende. El duende de tu son, che bandoneón.

Existían motivos de sobra para que la alegría reinara en su trayectoria insinuada a los ocho años de edad cuando acarició su primer fuelle, luego su debut en 1927, en una orquesta de señoritas en el Café Ferraro, su paso ese mismo año por un conjunto con Héctor Lagna Fietta, en un oscuro palquito del cine Palace Medrano, con la orquesta de Juan Maglio (Pacho) en 1929, con el sexteto Vardaro-Pugliese en 1930, con Ciriaco Ortiz en 1932, con Julio de Caro en 1933, con Elvino Vardaro en 1934, con Ángel D’Agostino en 1935, con Eduardo Ferri en 1936, con Juan C. Cobián en 1937 y por fin con su propia orquesta desde el 1 de julio de 1937.

Sin embargo, esa alegría inicial se fue apagando y en su semblante se fue reflejando una tristeza escondida en su mundo interior que nadie pudo desentrañar porque estaba rodeada de silencio. A veces parecía que abandonaba su cuerpo, el cuerpo de Aníbal Troilo, y era Pichuco el que se quedaba atornillado a su asiento con los ojos entornados, soñando un no sé qué y manteniendo el suave balanceo que le exigía el fuelle en su lánguido decir. Daba la sensación de que volaba en un viaje oculto hacia las entrañas de su fuelle buscando el fraseo que lo distinguiera como la exclusiva cadencia troileana.

Mientras aquella tristeza le había ganado en apariencia el corazón, era frecuente que se lo viera llenando de cariño a Doña Felisa, su madre, o matizando con su amistad entrañable hacia la legión de amigos que supo tener, o respondiendo con gestos altruistas a gente que le rogaba una ayuda o a la que simplemente veía en dificultades. Por lo demás, al mismo tiempo puede decirse que no hay curdela de la noche porteña que no se cruzara con ese Pichuco que, según sus propias manifestaciones, tomaba por gusto todo tipo de bebidas, y no era para matar alguna pena sino todo lo contrario.

Bebía y bebía. A solas o acompañado. Lejos de la mirada centinela de su querida esposa Zita que trataba dentro de lo posible que su Pichuco se mantuviera sobrio. Ese comportamiento tan natural de ese Pichuco tan genial ni siquiera daba margen para una crítica, puesto que siempre su innata bondad, la poesía que adornaba todos sus actos, la curda que lo seducía, el llanto que a veces lo acongojaba, su pinta de gordito peinado a la gomina, abrieron el cauce propicio para que el poeta Horacio Ferrer lo describiera en su poema hecho tango titulado El gordo triste.

Esos versos se brindan sinceros cuando cantan que “los enigmas del vino le acarician los ojos”, “por una aristocracia arrabalera tan solo ha sido flaco con él mismo” y “no habrá nunca un porteño tan baqueano del alba”.

Tal vez, tratando de profundizar el porqué de tan disimulada tristeza encontremos una respuesta bastante acertada en la opinión que sobre la misma nos diera su amigo, el violinista Reynaldo Nichele, diciendo que a Aníbal Troilo le faltó tener un hijo, porque amaba a los chicos y agregando: “estoy seguro de que con un hijo hubiese sido distinto el final”.

Como reflexión final cabe reproducir la sentencia que el maestro expresó en un reportaje: “El gordo Pichuco ha matado a Aníbal Troilo”.